No tiene una comida preferida, ni una banda de música ni un lugar del mundo que muera de ganas por conocer.
Nada es maravilloso. Para él lo bueno es lo que hay.
Cuando yo moqueo porque veo a alguien llorar en la tele, me mira y sé que piensa que soy una extraterreste.
Le revienta que le diga que conocí a fulanito y que es “lo màximo” escribiendo o que es un “genio” porque publicó un libro impresionante. Para él las personas son personas, con algunas bondades más, miserias menos.
Es de los que te queman tu instinto capitalista con una sólo pregunta. Dice: ¿realmente lo necesitas? Y te caga tu delgado costado de compradora compulsiva.
No entiende a los que se hacen problema por cualquier cosa. Si rompiste algo, él dice que no pasa nada, que se vuelve a comprar. Si la comida se me quemó, va por unas hamburgesas. Si se me cayó la botella de aceite sobre mis botas nuevas, él me convence de que el zapatero lo soluciona.
Para Willy no hay dolor que un masaje no pueda curar.
Cuando yo me siento mal o estoy triste o ando loca me manda a bañar. Para él darte una ducha es garantía de que sales nueva.
Si se me transforma la cara por alguna rabieta y siento impulsos de intoxicarlo con aceite jhonson, me mira y me dice: ríete.
La vez que yo abro la refri y decreto que no hay nada para comer, va él y saca una zanahoria y un huevo y te inventa una comida riquísima.
Todas las viejas del edificio lo aman.
Para èl “el desorden es un orden por descifrar”. Pero yo le recuerdo todo el tiempo que guarde las cosas en su lugar. Cuando yo no encuentro algo mío, él lo metió por ahí. Dice, irónico: disculpame si desordené tu desorden.
Pensaba que un hijo no te podía cambiar taaanto la vida. En esa se equicovó, lo reconoce.
Minimiza mi instinto obsesivo. A mí me daba miedo sacar en invierno al niño a la calle y él me mandaba a dar una vuelta manzana, porque el aire fresco hace bien.
Yo pretendìa lavar el chupòn absolutamente todas las veces que se caìa al suelo y él cuenta que antes las madres los chupeteaban para limpiarlo. Cuando era bebé Gael y le picaba un mosquito, él veìa una roncha y yo una potencial infección.
– ¿Hasta dónde? – le pregunto yo, porque bien pero bien en el fondo también soy una romántica imbécil.
– Hasta la puerta – contesta él, siempre.