Ser mala madre es peor que ser nazi

Establezco un diálogo interno conmigo misma para no perder la cabeza. Entonces me digo “esto también va a pasar”. Les regalé mi cuerpo, mi tiempo, mi identidad, y quiero que me devuelvan una partecita. No se las regalé, se las presté en concesión por los primeros.... ¿cuántos?... ¿cinco años de vida? ¿después se humanizan?
¿razonan? ¿entienden las limitaciones que padecen los padres? ¿y si cuándo tengan 15 años no sé vivir sin esa demanda constante? ¿si me enfermo de extrañar su dependencia? ¿si lloro cada noche como una enferma patológica del síndrome de Estocolmo? Mi psicologa dice que lo que me va a matar no son los hijos sino la ansiedad. Pero lo que pasa hoy…hoy, ayer y antes de ayer, es que me los choco. Me tropiezo con sus cuerpitos porque me rondan todo el tiempo, me rodean. El término  “faldero” no podría haber surgido de otra situación que no sea de una madre intentando llegar a atender el teléfono y tropezando con sus hijos en el intento. Al chiquito lo tiré al piso varias veces por darme vuelta a buscar algo; al más grande lo hice llorar de un codazo en la frente: “y es que quería pedirte jugo!” me dice con los mocos colgando y mirada de odio. 
Cuándo le pregunto a mi mamá como hacía para manejar la vida con tres hijos, me responde “ustedes eran buenos”. No sé que significa eso, supongo que ella tiene problemas serios -como muchas mujeres de su generación- para reconocer el lado amargo de la vida. Cuando le digo que me tomaría un tren a Júpiter unas cuantas veces al día me dice que soy una exagerada .
Cuando los recogo de la guardería después del trabajo,  los quiero besar y apretar de lo mucho que los extraño que los termino haciendo llorar. Los momentos de felicidad de reducen a la ausencia de conflicto. Mi hija mayor juega a la tablet, el segundo pegando sticker en su libro y el chiquito jugando con los autitos hot weels,  mientras me tomo un cafe cargado. O los tres tirados en la cama mirando dibujitos, planetas alineados de la maternidad, combinación astrológica de corta duración.

Mi casa está bunkerizada. Los Buggis traban la puerta de la cocina; traba puertas en el cajón de mi mesita de noche. El mundo, su mundo (o los confines del mundo que le establecemos los adultos) empieza a un metro del suelo.
Mis amigas me dicen que que supermadre! como hago con los chicos, el trabajo y todo lo demás, pero yo no quiero ser supermadre. Sólo quiero estar tranquila en algunos momentos de la semana. “Jódete, yo ni loca tengo hijos, menos después de verte y a otras mujeres, te vuelves una amargada”. Y yo digo que no, que no me jodo nada, que lo volvería a hacer y con más razón lo volvería a hacer a los veinti pocos años. Porque para mí, sigue siendo un acto de valentía, como lo es cualquier búsqueda de una felicidad más inexplicable, más efímera y adictiva. Siempre me ponen el mismo ejemplo: “al menos vas a tener quien te alcance un vaso de agua cuando seas vieja”, como si eso justificara el esfuerzo, como si yo quisiera que mis hijos me dieran agua en la boca mientras estoy esperando la muerte.
Lo volvería a hacer porque los amo y los odio y siempre están ahí. Hay días que se me enredan en las piernas y quiero meterlos de nuevo en mi panza, que sean mis bebitos amnióticos para siempre, protegidos, silenciosos, nadadores eternos de mi cuerpo joven. Por eso, me recuerdo en el diálogo que tengo conmigo misma, lo volvería a hacer.


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